Había una vez un nicho de oscuridad:
orgullosa, resbaladiza,
húmeda y enfermiza.
Pero la luz brilló en un resquicio,
en una pequeña rendija.
Vio su oportunidad,
iluminando el rencor y el dolor.
Y el dolor se detuvo.
Poco a poco, el cielo fue azul,
y los gorriones cantaron.
La lluvia mojó mis párpados.
Había llegado mi tiempo.
La tormenta paró,
y esa semillita, en aquel último rincón,
vio un ratito de sol.
Y brotó como brota la vida,
buscando salida,
verde y feliz.
No todo era oscuridad.
El perdón tiene un calor tibio,
como un abrazo tierno de tu madre,
o el apretón gentil de tu padre.
Jehová era para mí,
y me tuvo tiernamente en sus brazos.
Nunca me dio por perdido,
nunca estuviste lejos de mí.
Y en esa oscuridad hubo luz,
y creció la palabra
donde solo había letras confusas.
Hoy, el recuerdo
todavía tiene un sabor amargo,
sabe a aguas turbias.
Pero he aprendido a saborear
el agua dulce del manantial.
La verdad es agua de vida:
un páramo feliz,
un sueño lleno de gaviotas traviesas,
la brisa del mar.
Ahí, Padre, te esperaré
en aquella orilla,
cuando sale el sol en la madrugada.
Iremos por agua de coco,
correremos felices
en la arena del mar.
Mute ©